¿Por qué escribo? Escribo para ser feliz me paguen o no por ello. Es una enfermedad haber nacido así. Me gusta hacerlo. Lo cual es aún peor. Convierte la enfermedad en un vicio. Además, quiero hacerlo mejor de lo que nadie lo haya hecho jamás. (Ernest Hemingway)

No escribo porque me sobra el tiempo, lo hago porque me hace realmente feliz. El verme esenciada en mis personajes, más humana, más cruel...realmente no tiene precio.





viernes, 3 de febrero de 2012

Capítulo 4: Viaje por el tren de los sueños

EL ALMA DE UNA SUICIDA
Capítulo 4: Viaje por el tren de los sueños
Viaje por el tren de los sueños
Jeremy se encontraba mejor cuando lo visité. Habían pasado dos semanas desde aquel incidente.
 Aún tenía a la suicida conmigo. Siempre que quería regresarla debía hacer algo más importante. El correr de la pluma no había cesado en el tiempo transcurrido. Tenía muchas interrogantes para ella, pero prefería ni escribirle.
La suave brisa me recordó que debía bajar a desayunar. Ya era casi mediodía y no había podido dormir la noche anterior, por lo que me encontraba cansada y con mucho apetito.
Las deliciosas tortillas mientras se freían, provocaban en mi estómago un gruñido sin igual.
-Creí que no te levantarías-mencionó Jacob, en la cocina-deberías dormir mejor, te veo un poco pálida.
-Así he estado desde hace tiempo-manifesté-pero no te preocupes, estoy sana.
-Comerás el desayuno con el almuerzo-reprochó-eso no suena a ti.
-No es mi culpa. No puedo dormir-sinceré, al ver la misma cara de reprobación que me venía dando desde una semana atrás.
-No has estado leyendo de nuevo en las madrugadas, ¿Verdad?-interrogó indiferente.
-Para nada. Solo he estado repasando lo de la universidad-dije somnolienta-lo bueno fue que si pase el pre.
-Al menos-rió, en son de burla-ahora solo come, no querrás preocupar a nadie más.
-Sí, claro-mascullé, mientras atacaba a la tortilla con el tenedor-viajaré ya mismo a la ciudad vecina. Tengo algo que hacer.
-¿A la ciudad vecina?-preguntó, sorprendido-¿Y a qué?
-Iré con Jeremy-mentí. La verdad quería dejar aquel libro en un lugar, alejado a la ciudad donde residía.
-Bueno-dijo sirviendo el almuerzo-¿Iras en tren?
-Sí-eso me daría tiempo de pensar donde dejaría aquella suicida.
Caminé a paso lento por el túnel por el que tantas veces había transitado. Mi mano me ardía por el exceso del correr de la pluma en ella. Era evidente que la dama se dio cuenta que la había sacado de la casa.
 Mi paso se volvió más rápido al ver que perdería el metro.
Alguien con sigilo caminaba detrás de mí, lo que me obligo a correr y trepar a uno de los vagones del tren. Cerré la puerta al ver que  empezábamos a movernos por la larga fila de rieles. Asentí tomando aire al boletero, que se me acercó a preguntar si me encontraba bien.
Sin querer me había adentrado al único vagón que no se había llenado en lo absoluto. Solo éramos el libro, el boletero, a quien vi retirarse de inmediato, y yo.
La penumbra se escurría por los tragaluces, mientras el tren daba marcha. La dama volvió a escribir, a juzgar por el correr de la pluma en mi mano.
-¿A dónde vamos?-leí
-De paseo-escribí,  para no asustarla.
-He sentido tantas presencias distintas-comentó-me sentí llena de pánico y no sé el porqué. ¿Te has encontrado con alguien?
-Con nadie. Solo estamos las dos-avisé friolenta-no te preocupes, nada malo te pasara. Yo te protegeré.
¿Nada malo? Era absurdo el simple comentario.
Yo, quien me había subido a aquel metro solo para deshacerme de aquella suicida, se me había ocurrido decirle que no se inquietara porque yo la protegería. Había sido una idiota.
-Nunca antes nadie me dijo eso-me sacó de mis pensamientos-gracias.
-De nada-si aquella tarde sería la despedida, al menos debía ser algo mejor que la cruda realidad y mi engaño-¿Sabes?, me gustaría saber más de ti, cuéntame más cosas. Es mi sueño ahora, saber más de ti.

-Sueños…-escribió-anhelos hechos fracasos, es lo último que recuerdo de los sueños. Tenía tantos para cumplir. Los ponía en puestos, por magnitud. Algunos eran tan modestos como leer una gran novela y otros tan complicados como que el tiempo regresara. Ciertos se cumplieron y otros tantos continúan esperando ser realizados.
-¿Novelas?-pregunté, curiosa. Tal vez no sería tan malo conversar por última vez-¿Qué clase de novelas has leído?
-Trabajé en una librería, el primer libro que leí a escondidas de mi jefe en aquella librería, fue de un tal Virgilio.
-¿La Eneida?-acerté sin lugar a dudas.
-Sí-afirmó-has dado en el clavo. Aquella obra era la que mas solventaba la librería. Alcanzaba una extraordinaria perfección estilística, tanto por el vocabulario que empleaba, como por su sintaxis y el perfecto uso del hexámetro, y sí, debo admitir, lo que más apreciaba era sus dos mundos episódicos: el terrenal y el ultraterreno.
Considero que cualquier otra persona la hubiera tomado por loca. Una persona que por supuesto no era yo. Por primera vez alguien hablaba sin preámbulos, ni necesitaba explicar con palabras sencillas. Yo le entendía, era como si hablara conmigo misma.
-Yo me deje guiar por el padre de la elocuencia: Homero, su obra más querida, sin duda alguna: La Ilíada. Ahora que lo recuerdo tiene semejanza con la de Virgilio. Me daban paso a vivir emocionada ante el simple hecho de leerlas, todo me llamaba la atención.
-La recuerdo muy bien. Una gran obra, sin embargo, la lirica española llamo mi atención-admitió- los poemas con abundante metáforas y recursos fónicos como las de Luis de Góngora. Las rimas  que evadían la realidad y conmovían de Bécquer y sobre todo el lenguaje sencillo, expresivo y vocabulario apropiado de Machado.
-Sí, Antonio Machado era destacado hasta su muerte, y sus sinalefas constantes albergaban a cualquiera-comenté alegre.
-Llegué a considerar que de aquellos celebres personajes rodeaba todo en mi mundo. Fue la época de llegada de Alfonso-¿Quién era ese?-él, indudablemente, trajo a mi saber muchos más de los que creí. Sinceramente no sé que me enamoró de Adolfo, su sonrisa de muñeco, o su habilidad para contarme cosas que había leído en su corta vida. Nuestro desliz amoroso aumentaba mientras nos encontrábamos en la búsqueda de un realismo psicológico de un escritor que penetraba en la dura realidad.
-De seguro me hablas de Fedor-indagué, complacida.
-Sin lugar a dudas. Humillados y Ofendidos nos daba la credibilidad de que aquella obra era una verdadera maravilla. Un poco antes de suicidarme llego hasta mí, obras de un tal Shakespeare; Leí unas pocas, los personajes eran innumerables. Sus poemas y sonetos me llegaban al alma, las obras del tal William eran admirables.
-Desde ahí se han escabullido muchos nuevos creadores a las librerías de la nación. En realidad solo has estado al tanto de obras de gran trascendencia. Existen muchas más que solo esas, tantas que nos tomaría la eternidad terminarlas-ya había conversado suficiente con ella, pero había una pregunta más por hacer-¿Quien era Alfonso?
Dejó de escribir. ¿Quien habría sido el tal Alfonso para que la dama no quisiera responder?
Casi llegábamos a la estación, y yo no me quedaría con aquella duda.
-El amor de mi vida…-dijo finalmente-y el causante de mi muerte. Lo siento, por el momento no quiero hablar más.
Nuevas preguntas se formaron en mi mente, pero no la obligaría a seguir contándome cosas que de seguro le hacían daño.
 Llegué a la biblioteca apresando el libro en mi pecho. ¿Qué haría?, ¿La dejaría ahí y me iría, rompiendo todas las promesas?
-¿Qué deseas Elisse?-preguntó la bibliotecaria, al verme parada frente a ella. Me conocía desde hace varios años atrás.
-Vengo a donar un libro-dije con poca seguridad.
-¿Dónde está?-preguntó, contenta-¿Es aquel?-señaló el libro en mis manos.
Le diría que sí y se lo entregaría y huiría de ahí. Todo parecía tan fácil.
-No. Lo dejé en casa con otros que también donaré-dije segura de lo que hacía-vendré mañana.
Ni siquiera me moleste en despedirme. Di media vuelta y retomé el camino por el que había venido.
Agradecí que la dama no supiera mis pensamientos y no pudiera escuchar lo que ocurría, de lo contrario hubiera presenciado mis acciones. Seguí varios metros más, para llegar a la estación del tren y regresar a mi casa.
Sentí que alguien me miraba de manera penetrante. ¿Sería acaso la misma persona de horas atrás que me seguía?  Apresé con más fuerza el libro, ocultándolo dentro de mi bolso. ¿Quién me estaría siguiendo?
Ingresé a un vagón vacío y cerré la puerta de inmediato. El correr de la pluma me sacó del transe en que me encontraba.
-No quiero hablar de lo de hace rato, por ahora-leí-¿Cambiamos de tema?
-Claro. Elije uno-escribí encendiendo la radio, para calmar más rápido mis nervios.
-¿Y tus sueños?, ¿En qué sueñas?-preguntó-cuéntame.
-Creo que aspiro lo que todos-sinceré, al leer su pregunta-quiero ser feliz, supongo. Pero esta vida no tiene suficiente, como para intentar sorprenderme o vivir mejor de ella.
-Pero tu pareces feliz-argumentó-¿Acaso no es así?
-No todo es lo que parece-advertí-tu lo deberías saber mejor que yo.
-Créeme. Lo sé-dijo-perder ante lo que creí ganado, causa que la felicidad se te escape de las entrañas.
-Me imagino-sonreí falsamente para mí misma. Recuerdos como aquellos en que los gritos era todo lo que escuchaba, volvían a mi mente-me gusta leer demasiado por ello, creo, te internas en un nuevo mundo en el que puedes ser el personaje que desees. Todo es distinto. Todo es posible. La realidad es más cruda, pero las fantasías son falsas, solo…-como me dolía admitirlo-parte de tu mente.
-Dímelo a mí. Mi pequeño mundo era un desastre-leí con dificultad, por las lágrimas-lo que yo no sabía, es que todo podía emporar. Ver tus ilusiones disolverse de verdad duele, y mucho.
-Nacer. Crecer. Reproducirse. Morir… ¿Acaso no hay más que eso?-pregunté a la suicida-ilusión. Sueño. Destrucción. Dolor. Soledad… ¿Acaso algo mejor?
-La vida es difícil-admitió-pero nadie dijo que debía ser fácil. Hasta alguien sin vida, como yo, lo sabe.
-No espero que sea fácil-escribí, secando mis lágrimas-si así fuera no sería un reto, el simple hecho de vivir.
-Complicado diría yo, en vez de simple-corrigió-muy dificultoso para decir que es fácil. Tenía muchos anhelos, y no imaginas cuantos, pero todos o al menos la gran mayoría se desvanecieron. Aunque aún tengo uno…ahora dos.
Cerré el libro al ver que el boletero, aseguraba los vagones en una parada para evitar accidentes. Le mostré una sonrisa inexistente mientras se retiraba y cerraba el vagón.
-Me alegra de que tengas sueños-deseaba hacerle otra pregunta pero la había olvidado completamente por el susto de ser descubierta-yo también tengo varios.
-Interesante-escribió-¿Y qué tal esta todo ahora? Me refiero al clima. Las últimas imágenes que recuerdo son de un amanecer de los primeros días de invierno, mientras caminaba por las frías calles atrapada bajo el oscuro y claro cielo por la llegada del sol. Al llegar a mi pequeño piso, en el que vivía. Subí y me miré  a pesar de la penumbra en el espejo. Mi rostro envejecía por el dolor, a pesar de mi juventud. Descorrí las cortinas y deje entrar la tibia luz del alba. Las calles aun se debilitaban entre neblinas. Parpadeé al tiempo que la ciudad se desperezaba y terminé mi vida.
La dama dejo de escribir y yo de responder.
Cerré el libro mientras me asomaba por las limpias y trasparentes ventanas. Habían pasado muchas horas desde que me fijaba en la naturaleza, o lo que quedaba de ella. Todo estaba lleno de altos edificios que al parecer competían por crecer aun más. Puestos de comida, personas por todos lados, ocupados en sus existencias, siguiendo rutinas, viviendo para morir.
A lo lejos se podían divisar ciertos arboles. Tal vez caobas, sándalos o cedros, quizás ébanos. El aire, por supuesto, ya no era tan puro como alguna vez lo fue. Posiblemente por las grandes empresas que lo contaminaban todo.
Vivir en la ciudad más poblada de tu país, era bueno. Pero al ser tan visitada, todo se convertía en una compra y venta.
El correr de la pluma, me regresó a la realidad.
-Alguien se acerca-leí y escondí el libro, de vuelta al bolso.
-¿Todo está bien?-preguntó el boletero, algo preocupado.
-Sí. ¿Ha sucedido algo acaso?-interrogué-agradecería que me informara.
-Nada malo. Solo un pasajero que venía en su vagón se ha desaparecido-contestó. ¿Acaso alguno de ellos me estaría siguiendo?-considero que deben andar por las instalaciones, tal vez solo sea un acto mío de paranoia pero yo le agradecería a usted que cerrara la berlina.
-Delo por hecho-asentí varias veces-no lo dude.
-Gracias-manifestó saliendo y acto seguido cerré la puerta del vagón. Bajé las cortinas y me senté para sacar el libro.
-¿A ocurrido algo?-cuestionó la dama-¿Estás bien?
-Sí. Claro-mentí. Me sentía contrariada-nada de qué preocuparse. ¿Tú puedes sentir las presencias de gente, verdad?
-Sí, puedo sentir cualquier ser con vida que se aproxime, sin importar el tiempo de vida-aseguró-por ejemplo, en este momento no hay nadie, excepto tú.
-Me agrada saber eso-sonreí, altiva del miedo-si sientes que algo se acerca, avísame.
-Lo haré. ¿Segura que no ha pasado nada malo?-preguntó. El temblor de mi escritura decía más de lo que ella podía conocer.
-Cuéntame más sobre el lugar donde vivías antes-necesitaba cambiar de tema urgente-me produce gran curiosidad.
-Quien leería, creería que tengo como un siglo de muerta y no es tanto-escribió-diría que casi nada.
-Bueno, pero coméntame-insinué
-No tengo mucho que contar, o tal vez más de lo que imagino-escribió-como te dije antes, vivía en un pequeño piso cerca a una gran iglesia. Me había costado pero el piso era mío y no tenía propiedad de nadie más. Imagino que si fueras allá, lo encontrarías igual que como lo dejé: maltrecho y húmedo. Quizás, incluso, haya hongos en él. El tiempo pasa, así que es obvio. El otoño, en aquel entonces, cubría toda la ciudad con un manto de hojas secas que revoloteaban por todos lados. Siempre podías desollar miradas, susurros y rumores que se esparcían como la hojarasca. Mi piso era el segundo. Debías subir por una escalera espiral llena de mugre que apenas se adivinaba al rehús ocre de las bombillas de un cable pelado. Mi habitación era un mar de tinieblas. Un soplo de luz parpadeante apenas dibujaba líneas y manchas de algún raro color. Podía ser una ruina, pero era mi hogar. A pesar de todo, aquel piso me había llenado de felicidad varias veces, se escapaba de mi, ni mas faltaba que durara, pero al menos esos cortos instantes valían la pena en aquel entonces. No pasaba mucho tiempo ahí, a penas dormía y regresaba a la librería. Me permitía unos humildes pero considerables ingresos, y tenía alguien en quien gastarlo. Lástima que también se hubiera desaparecido como la felicidad…
¿Estaría hablando del tal Alfonso?  A pesar de todo, aquella mujer del libro era un mundo de secretos. Secretos que yo esperaba conocer.
Un nuevo anhelo se había aumentado a la lista de mis sueños: haría realidad los de la musa suicida y no me rendiría.
-Háblame más-escribí. Me sentía motivada a continuar conociendo su pasado-lo que desees. Lo que te sea posible contar.
-¿Qué puedo decirte?-leí-han pasado casi dos décadas. Las gélidas miradas que a veces me parecía ver, me tenían mareada. Jamás supe quien era, pero alguien deseaba saber más de mí. Recorría las largas avenidas casi corriendo, me metía a la iglesia como última salvación, las monjas me miraban con desprecio y ellas que se creían piadosas. Quisiera verle las caras al saber de mi muerte. Lástima que ni la tuya puedo ver, Elisse. De pequeña, solo soñaba viviendo en un gran lugar gracias a mis esfuerzos, siendo francamente feliz. En mis condiciones, eso parecía una burla, y una de muy mal gusto conmigo misma. Una tarde, vi que buscaban a alguien que vendiera libros y que hiciera contabilidad en una librería de dos hermanos, altos, sobrecogidos de algunos años. Uno de mis jefes, varios años después quedo ciego. Mis memorias de ellos, son casi nada. De cierta forma, yo también me cegué ante los libros. Podía sentirme en otro mundo, un universo de opciones, una nueva fantasía. Todo lo que llegaba se vendía como pan caliente, los demás negocios miraban con envidia a la librería, y no era para menos. Los lunes de cada mes, llegaban nuevos textos y para el fin de mes ya no había casi ninguno, yo a veces compraba los que me gustaban y los leía todos los días. Sentía que el dolor se escurriría así. Aunque me confundí, nada era así, estaba equivocada definitivamente.
-Te comprendo. Eres como yo-asentí-pero ni modo, todo es inesperado.
-Inesperado definitivamente-escribió-la vida y la muerte es así. Cargada de cosas que te toman por sorpresa, en un intento de clavarte una estaca en el corazón o alegrarte hasta las lágrimas de felicidad.
Amelia tenía razón. Nunca, ni en mis más remotos sueños, hubiera creído que había en existencia un libro, con un alma de una suicida dentro. Hasta decirlo se podía considerar locura, pero la vida inesperada, como siempre, me había mostrado este imprevisto suceso. Ahora ella poseía dos sueños, sentía curiosidad infinita por conocerlos y buscar de mil maneras como hacerlos realidad, aunque tenía algo que me llenaba aun más de ganas de indagación.
-¿No supiste más o menos quien era que te seguía?-había retomado algo que no me podía sacar de la mente, ya que alguien de seguro estaba siguiéndome.
-Para ser sincera…-dejo de escribir un cuarto de segundo-¡Alto, alguien se acerca!
Me llevé una mano al rostro, al saber que la dama no mentía. Alguien forcejeaba la puerta.
 Guardé el libro en el bolso y lo escondí debajo del mueble. Me encogí presa del pánico en el sillón; tal vez si veía que nadie estaba dentro que le abriere, se iría.
 Movía mis manos por mis piernas, del temor de que alguien quisiese hacerme daño. Finalmente, el forcejeo de la puerta cesó. Respiré, con brusquedad, como si fuera la acción más complicada del mundo.
Mi repentina tranquilidad se fue tan pronto como llegó, al sentir como pateaban con fuerza la puerta. Quien quiera que fuese, quería verme.
La fuerza de la puerta, impedía poder abrirla. Abrí con sigilo un pequeño, pero visible pedazo de cortina para averiguar quién estaba afuera, pero lo único que vi fue una sombra que se alejaba, con un sombrero y un abrigo que llegaba al piso.
Me senté con la respiración dificultosa y mi corazón, latiendo de sobremanera. Gotas de sudor por el horror, se escabullían por mi pálido cuello. Llevé nuevamente mis manos a la cara. ¿Quién querría abrir la puerta?
Alguien intentó, aunque con más suavidad, forcejear la puerta.
-¿Quien está afuera?-pregunté fallidamente, ya que las cabinas del tren no permitían, que los ruidos de afuera se escucharan dentro y viceversa.
No quise volver a ver por las cortinas quien estaba fuera de la puerta. Mi miedo era suficiente para evitar hacerlo.
 Me acurruqué en el mueble, intentando calentar mis heladas manos. La persona que estaba afuera, aún no se iba. Podía notarlo porque el reflejo de sus zapatos aún se veía en el piso.
Golpes pausados se escucharon, ¿Sería otra persona, o tal vez la misma que normalizaba  los porrazos, para que yo abriera?
Me acerqué, casi gateando por el piso y me levanté con una seguridad repentina, dispuesta a abrir la puerta. No tenía idea lo que pasaría, pero sea como fuese, jamás lo descubriría acurrucada.
Tomé aire y abrí la puerta, pero no pude ver nada. Las luces del tren subterráneo, al haber llegado a la parada final me cegaban por completo.
Aquella persona me aprisionó con fuerza. Cualquier cosa podía pasar.

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